En estos dias llegó a mis manos el libro «Dios no existe. Lecturas esenciales para el no creyente», una antología de textos «escogidos y presentados» por Christopher Hitchens. Ordenada cronológicamente, la selección constituye una especie de introducción al «pensamiento ateo universal», desde Lucrecio hasta Ayaan Hirsi Ali, pasando por Hobbes, Spinoza, Hume, Marx, Darwin, Freud, Einstein, B. Russell, C. Sagan, Dawkins y muchos otros. Los textos presentan argumentos científicos, estéticos y morales; algunos están cargados de poesía y humor, otros son violéntamente lógicos, todos son imprescindibles a la hora de pensar el ateísmo.
Quiero rescatar dos, uno científico y el otro filosófico, pues presentan elaboradas respuestas a dos argumentos recurrentes de los creyentes: el deísta («¿Por qué existe algo en lugar de nada?») y el teísta («¿De dónde proviene la moral?»)
DIOS NO EXISTE (*)
Ìndice
PARTE I: Deconstruyendo el argumento deísta. ¿Por qué existe algo en lugar de nada?
PARTE II: Deconstruyendo el argumento teísta. ¿De dónde proviene la moral?
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(*) ver Andreson, Elisabeth «Si Dios ha muerto, ¿Todo está permitido?», en Hitchens, Christopher «Dios no existe». Buenos Aires, 2012. pp.459-479
¿Cómo no incurrir en el asesinato, la violación, el robo, el perjurio y el genocidio si creemos que el cielo está vacío? La pregunta está formulada al revés, patas arriba y sin ton ni son, tal como confirma este ensayo elegante y resoluto.
En el Institute for Creation Research Museum de Santee, California, la visita empieza por una placa donde está representado el «árbol del evolucionismo», del cual se dice (siguiendo a Mateo 7,18) que «solo produce frutos corruptos». El «árbol maligno» de la evolución es una metáfora muy manida entre los defensores de la verdad literal de la historia bíblica de la creación. En distintas versiones, presenta la teoría de la evolución como algo que desemboca en el aborto, el suicidio, la homosexualidad, la cultura de las drogas, el rock duro, el alcohol, los «libros porno», la educación sexual, el alcoholismo, el delito, el intervencionismo público, la inflación, el racismo, el nazismo, el comunismo, el terrorismo, el socialismo, el relativismo moral, el laicismo, el feminismo y el humanismo, entre otros fenómenos considerados malos. Las raíces del árbol maligno crecen en la tierra de la «incredulidad», que lo alimenta con «pecado». La base del tronco representa «sin Dios», es decir, el ateísmo.
El árbol maligno pone de manifiesto dos ideas importantes. Primero, que la objeción religiosa fundamental contra la teoría de la evolución no es científica, sino moral. Hay que luchar contra la teoría evolucionista porque lleva a una inmoralidad rampante, tanto a escala personal como a escala política. Segundo, que la causa básica de esta inmoralidad es el ateísmo. La teoría evolucionista da frutos corruptos porque tiene sus raíces en la negación de la existencia de Dios.
La mayoría de las formas actuales de teísmo aceptan la teoría evolucionista, pero la idea del árbol maligno sigue plasmando con exactitud una objeción de base al ateísmo. Pocas personas con fe religiosa se oponen al ateísmo por creer que las pruebas de la existencia de Dios sean convincentes para cualquier indagador racional. La mayoría de los fieles no han sopesado las pruebas de la existencia de Dios con un espíritu de indagación racional, es decir, abiertos a la posibilidad de que las pruebas vayan en contra de su fe. Yo creo, más bien, que si la gente se opone al ateísmo es porque cree que sin Dios es imposible la moralidad. Por usar una cita muy famosa atribuida (erróneamente) a Dostoievski: «Si Dios ha muerto, todo está permitido». O, en palabras menos famosas del senador Joe Lieberman, no debemos suponer «que la moralidad pueda mantenerse sin religión».
¿Por qué habría que considerar que la religión es necesaria para la moralidad? Tal vez por la idea de que la gente desconocería la diferencia entre el bien y el mal si no se la revelase Dios, pero eso es imposible. Cualquier sociedad, basada o no en el teísmo, ha reconocido los principios básicos de la moral expuestos en los Diez Mandamientos, a excepción de la observancia religiosa. Cualquier sociedad estable castiga el asesinato, el robo y el falso testimonio, enseña a los niños a honrar a sus padres y condena la envidia de las posesiones del prójimo, al menos si esa envidia lleva a tratarle mal. Todas estas reglas se le ocurrieron a la gente mucho antes de cualquier contacto con las grandes religiones monoteístas, lo cual parece indicar que el conocimiento moral no surge de la revelación, sino de las experiencias de los seres humanos al vivir juntos, que les han enseñado que deben ajustar su conducta en función de los derechos de los demás.
Entonces, quizá la idea de que la religión es necesaria para la moralidad signifique que a la gente no le importaría la diferencia entre el bien y el mal si Dios no hubiera prometido la salvación para el buen comportamiento, ni amenazado con la condenación para el mal comportamiento. Según este punto de vista, a la gente hay que empujarla a actuar moralmente mediante el castigo divino. Pero eso también es imposible. Los motivos de la gente para adoptar un comportamiento moral son muchos, como el amor, el sentido del honor y el respeto a los demás. No consta que las sociedades paganas fueran más inmorales que las teístas. Además, la mayoría de las doctrinas teístas repudian la teoría del castigo divino como motivo para ser moral. El judaismo hace poco énfasis en el infierno. El cristianismo actual está dominado por dos doctrinas rivales sobre la salvación. Una dice que lo único necesario para salvarse es la fe en que Jesús es nuestro salvador personal; la otra, que la salvación es un don libremente dispensado por Dios, que no puede ser merecido por nada que haga o crea una persona. Ambas doctrinas son incoherentes en el uso del cielo y el infierno como incentivos para la moralidad.
Una interpretación más ajustada de la idea de que la religión es necesaria para la moralidad es que no habría diferencia entre el bien y el mal si no la hubiera establecido Dios. En realidad no habría nada requerido o prohibido moralmente, por lo que todo estaría permitido. Es la opinión que formula William Lañe Craig, uno de los principales defensores populares del cristianismo. Planteémoslo en términos de la autoridad de las normas morales. Supongamos que una persona o un grupo proponen una normal moral, por ejemplo contra el asesinato. ¿Qué daría autoridad a esa norma frente a los que discrepasen de ella? Craig argumenta que, en ausencia de Dios, nada. Sin Dios, los debates morales se reducen a meros debates sobre preferencias subjetivas. No habría respuesta correcta ni incorrecta. Como nadie tiene autoridad inherente sobre nadie, todos seríamos libres de actuar a nuestro propio albedrío. Para tener normas morales autorizadas, necesitamos a un mandatario con autoridad, y ese papel solo lo cumple Dios. Por lo tanto, las normas morales extraen su autoridad, su capacidad de obligarnos, del hecho de que las ordena Dios.
Los más sofisticados dirán que este razonamiento moralista contra el ateísmo es ilógico. Según ellos, que Dios exista o no depende íntegramente de las pruebas objetivas, no de las implicaciones morales de la existencia de Dios. Falso. Las normas morales básicas (que está mal practicar el asesinato, la rapiña, la violación y la tortura, castigar brutalmente a alguien por lo que han hecho otros, o por errores inocentes, esclavizar a otras personas y practicar la limpieza étnica y el genocidio) las sabemos con mucha más seguridad que cualquier conclusión derivada de razonamientos objetivos o lógicos elaborados. Si encuentras un razonamiento que lleve a la conclusión de que se puede hacer todo, o incluso una sola cosa de la lista, entonces sí que será una buena razón para rechazarlo. Podríamos llamarlo «el argumento moralista». Por lo tanto, si fuera cierto que el ateísmo implica que todo está permitido, sería una razón de peso para rechazarlo.
Yo acepto la forma general del argumento moralista, pero creo que se aplica con más fuerza al teísmo que al ateísmo. Es una objeción tan vieja como la filosofía. Platón, el primer filósofo sistemático, la opuso a las teorías de la moralidad por mandato divino en el siglo v a.C. Preguntó a los moralistas por mandato divino: ¿los actos son buenos porque los ordena Dios, o Dios los ordena porque son buenos? Si es cierto lo segundo, entonces los actos son buenos independientemente de que los ordene Dios, y Dios no es necesario para avalar la autoridad de la moralidad. En cambio, si es cierto lo primero, entonces Dios puede hacer bueno cualquier acto solo porque lo desea, u ordenando a otros que lo hagan. Esto demuestra que, si la autoridad de la moralidad depende de la voluntad de Dios, entonces en principio todo está permitido.
Este argumento no es decisivo contra el teísmo considerado como idea puramente filosófica. Los teístas contestan que como Dios es necesariamente bueno, nunca haría nada moralmente reprensible, ni nos ordenaría cometer ninguna acción odiosa. A lo que mejor se aplica el argumento es a las supuestas pruebas en favor del teísmo. Voy a demostrar que si nos tomamos con total seriedad las pruebas a favor del teísmo, desembocaremos necesariamente en la proposición de que los actos más odiosos están permitidos. Dado que sabemos que tales actos no están moralmente permitidos, debemos dudar de las pruebas a favor del teísmo.
La verdad es que el «teísmo» es una idea muy amplia, y que las series de pruebas presentadas en apoyo de alguna de sus formas son muy variadas, por lo que tendré que decir algo más sobre el teísmo y los argumentos a su favor. Por «teísmo» entiendo la creencia en el Dios de las Escrituras. Se trata del Dios del Antiguo y del Nuevo Testamento, y del Corán; el Dios del judaismo, del cristianismo y del islam. También es el Dios de cualquier otra religión que acepte que uno o más de estos textos contiene la revelación divina, como la Iglesia mormona, la Iglesia de la Unificación y los testigos de Jehová. Dios, tal como se representa en las Escrituras, tiene planes para los seres humanos, e interviene en la historia para que se cumplan. Dios tiene una relación moral con los seres humanos, y le dice a la gente cómo debe vivir. Centrándome en el teísmo en su sentido escritural, reduzco mi enfoque de dos maneras. En primer lugar, mi argumentación no aborda directamente el politeísmo o el paganismo, tal como se presenta, por ejemplo, en las religiones de Zeus y Baal, el hinduismo y la wicca. (Más adelante argumentaré que, dado que las pruebas en apoyo del politeísmo son equivalentes a las pruebas en apoyo del teísmo, cualquier argumento que socave el segundo también socava el primero.) En segundo lugar, mi argumento no aborda directamente el deísmo, la idea filosófica de Dios como causa primera del universo, que establece las normas de la naturaleza y las deja funcionar como un mecanismo de relojería, indiferente al destino de las personas que se rigen por ellas.
Bueno, y ¿cuáles son las pruebas en favor del teísmo? Pues las Sagradas Escrituras, más cualquier prueba histórica o contemporánea del mismo tipo que las que presentan las Sagradas Escrituras: testimonios de milagros, revelaciones en sueños, o lo que la gente interpreta como encuentros directos con Dios: experiencias de la presencia divina y profecías que se han visto cumplidas. Para abreviar, lo llamaremos «pruebas extraordinarias». Los otros argumentos en favor de la existencia de Dios no son de gran consuelo para los teístas. Los de tipo puramente teórico, como la necesidad de una causa primera en el universo, pueden a lo sumo respaldar el deísmo. No demuestran para nada que a la deidad en cuestión le importen los seres humanos, o tenga alguna relevancia moral. Lo mismo diría yo sobre las tentativas de encontrar un diseño inteligente en la evolución de la vida. Supongamos, yendo en contra de las pruebas científicas, que la vida es fruto de un diseño. En ese caso, el predominio de la depredación, el parasitismo, la enfermedad y los órganos humanos imperfectos reforzaría claramente la idea de que le somos indiferentes al diseñador.
Así pues, la prueba básica en favor del teísmo son las Escrituras. ¿Qué ocurre si aceptamos que estas últimas contienen pruebas de un Dios dotado de carácter moral, un Dios que tiene planes para los seres humanos, interviene en la historia y nos dice cómo hay que vivir? ¿Qué conclusiones deberíamos extraer de las Escrituras sobre la naturaleza moral de Dios, y sobre cómo debemos actuar nosotros? Empecemos por la postura fundamentalista, la de quien se toma completamente en serio las Escrituras como fuente infalible de conocimiento sobre Dios y la moralidad. Demostraré que si aceptamos la infalibilidad bíblica, la única conclusión posible es que gran parte de lo que interpretamos como moralmente malo en realidad es moralmente permisible, y hasta exigible.
Empecemos por las características morales de Dios tal como son reveladas por la Biblia. Castiga rutinariamente por pecados ajenos. Castiga a todas las madres condenándolas a parir con dolor por el pecado de Eva. Castiga a todos los seres humanos condenándolos a trabajar por el pecado de Adán (Gn 3,16-18). Se arrepiente de su creación, y en un arrebato de ira comete un genocidio y un ecocidio inundando la Tierra (Gn 6,7). Endurece el corazón de Faraón ante la esclavitud de los israelitas (Ex 7,3) para poder desatar las plagas contra los egipcios, los cuales, como subditos impotentes de un tirano, estaban al margen de las decisiones de Faraón. (Eso se llama respetar el libre albedrío, que es la justificación estándar de la existencia del mal en el mundo.) Mata a todos los primogénitos, hasta a los de las esclavas que no tenían nada que ver con la opresión de los israelitas (Ex 11,5). Castiga a los hijos, nietos, bisnietos y tataranietos de quienes adoren a cualquier otro Dios (Ex 20,3-5). Desencadena contra los israelitas una epidemia que mata a veinticuatro mil de ellos, cuando solo algunos habían tenido relaciones sexuales con madianitas, adoradoras de Baal (Nm 25, 1-9). Somete al pueblo de David a tres años de hambruna porque Saúl mató a los gabaonitas (2 Sm 21,1). Ordena a David que haga un censo de sus hombres,y luego inflige a Israel una plaga que mata a setenta mil por el pecado de David al hacer dicho censo (2 Sm 24, 10-15). Hace salir del bosque a dos osos para que despedazen a cuarenta y dos niños por haber llamado calvo al profeta Elíseo (2 Re 2, 23-24). Condena a los sámanos, diciéndoles que «serán sus niños estrellados, y reventadas sus mujeres encintas» (Os 13,16). Y todo esto solo es una muestra de los males celebrados en la Biblia.
¿Puede excusarse toda esta crueldad y toda esta injusticia con el argumento de que Dios puede hacer cosas que no están permitidas a los seres humanos? Pues entonces, veamos qué ordena Dios que hagan estos últimos. Nos manda matar a los adúlteros (Lv 20,10), a los homosexuales (Lv 20, 13) y a los que trabajan en sábat (Ex 35, 2). Nos manda exiliar a los que comen sangre (LV 7,27), a los que sufren enfermedades de la piel (Lv 13, 46) y a los que tienen relaciones sexuales con sus esposas durante la menstruación (Lv 20, 18). A los blasfemos hay que lapidarles (Lv 24,16), y a las prostitutas de padre sacerdote, quemarlas (Lv 21,9). Y solo es la punta del iceberg. Dios dirige reiteradamente a los israelitas a la limpieza étnica (Ex 34, 11-14; Lv 26, 7-9) y al genocidio contra varias ciudades y tribus: la ciudad de Jormá (Nm 21, 2-3), la tierra de Basan (Nm 21,33-35), la de Jesbón (Dt 2, 26-35), los cananeos, los hititas, los jivitas, los perizitas, los guirgasitas, los amorreos y los jebuseos (Jos 1-12). También les ordena no tener «compasión» a sus víctimas (Dt 7,2), ni dejar «nada con vida» (Dt 20,16). Para que su exterminación sea completa, coarta el libre albedrío de las víctimas endureciendo sus corazones (Dt 2, 30, Jos 11, 20), a fin de que no pidan la paz. Naturalmente, estos genocidios están al servicio del robo sistemático de sus tierras (Jos 1,1-6) y del resto de sus propiedades (Dt 20,14;Jos 11,14). A once tribus de Israel les manda que exterminen prácticamente a la duodécima, la de los benjaminitas, porque unos pocos habían violado y matado a la concubina de un levita. El baño de sangre resultante se cobra las vidas de cuarenta mil israelitas y veinticinco mil benjaminitas (Je 20,21,25,35). Ayuda a Abías a matar a medio millón de israelitas (2 Cr 13, 15-20), y a Asá a matar a un millón de cusitas, para que sus hombres puedan saquear todas sus propiedades (2 Cr 14, 8-13).
Veamos también qué permite la Biblia. Es lícita la esclavitud (Lv 25, 44-46; Ef 6, 5, Col 3,22). Los padres pueden vender como esclavas a sus hijas (Ex 21,7). Se puede golpear a los esclavos siempre y cuando sobrevivieran dos días (Ex 21, 20-21; Le 12, 45-48). Las prisioneras de una guerra contra otros pueblos pueden ser violadas o tomadas a la fuerza como esposas (Dt 21,10-14). A los niños desobedientes hay que golpearles con varas (Pr 13, 24, 23, 13). En el Antiguo Testamento, los hombres tienen todas las esposas y concubinas que quieren, porque en el caso de los varones, el adulterio solo consiste en tener relaciones sexuales con una mujer que esté casada (Lv 18,20) o prometida a otro hombre (Dt 22, 23). A los prisioneros de guerra se les puede arrojar por un precipicio (2 Cr 24, 12). Es lícito sacrificar niños a Dios a cambio de Su ayuda en la batalla (2 Re 3, 26-27; Je n), o para convencerle de que ponga fin a una hambruna (2 Sm 21).
Los apologistas cristianos señalarían que la mayor parte de estas transgresiones se producen en el Antiguo Testamento. ¿Acaso el Dios del Antiguo Testamento no es un Dios severo e iracundo, mientras que el Jesús del Nuevo Testamento es todo amor? Pues entonces, habrá que analizar la calidad del amor que promete Jesús a los seres humanos. No es Jehová el único celoso. Jesús nos dice que nuestra misión es hacer que se odien entre sí los miembros de una misma familia, para que le quieran más a él que a sus parientes (Mt 10,35-37). Promete la salvación a quien abandone a su esposa e hijos por él (Mt 19,29, Me 10,29-30, Le 18,2930). Sus discípulos deben odiar a sus padres, hermanos, esposas e hijos (Le 14,26). Para los niños que maldicen a sus padres no basta la vara; hay que matarles (Mt 15,4-7, Me 7,9-10, siguiendo a Lv 20,9). Estos son los «valores familiares» de Jesús. A estos valores familiares, Pedro y Pablo añaden el despotismo de los maridos sobre sus mujeres silenciadas, las cuales deben obedecerles como a dioses (1 Co 11, 3 y 14, 34-35; Ef 5, 2224; Col 3,18; l T m 2,11-12; 1 P 3,1).
Es cierto que en la época descrita por el Nuevo Testamento no se producen genocidios, plagas ni torturas de origen divino, pero sí que se profetizan, como en tantos pasajes del Antiguo Testamento (por ejemplo en Isaías, Jeremías, Ezequiel, Miqueas y Sofonías). Durante la Segunda Venida será destruida cualquier ciudad que no acepte la voluntad de Jesús, y sus habitantes sufrirán aún más que cuando Dios destruyó Sodoma y Gomorra (Mt 10,14-15; Le 10,12). Dios inundará la Tierra como en tiempos de N o é (Mt 24, 37); a menos que la incendie, para destruir a los infieles (2 P 3, 7, 10). Pero antes habrá enviado a la Muerte y el Infierno para matar a una cuarta parte de la Tierra «con la espada, con el hambre, con la peste y con las fieras de la tierra» (Ap 6,8). Parece que no basta con matar una vez; hay que matar más de una para satisfacer las matemáticas genocidas del Nuevo Testamento, porque también se nos dice que un ángel quemará un tercio de la Tierra (8, 7), que otro envenenará un tercio de sus aguas (8,10-11), que cuatro ángeles matarán a otro tercio de la humanidad con plagas de fuego, humo y azufre (9,13 y 17-18), que los dos testigos de Dios infligirán a la Tierra todas las plagas que se les antojen (11,16), y que habrá todo un surtido de muertes por terremoto (16,1819) y granizo (16, 21). Pero la muerte es poco para los infieles; primero hay que torturarles. Les picarán langostas como escorpiones hasta darles deseos de morir, pero no se les concederá el alivio de la muerte (9,3-6). Siete ángeles derramarán siete copas del furor de Dios, infligiendo plagas de llagas dolorosas, mares y ríos de sangre, quemaduras por los fuegos del sol, oscuridad y mordeduras en la lengua (16,2-10).
Y eso solo es lo que le espera a la gente mientras viva en la Tierra. Cuando se mueran, la mayoría sufrirán la condenación eterna (Mt 7,1314). Serán arrojados a un horno de fuego (Mt 13,42 y 25,41), a un fuego inextinguible (Le 3, 17). ¿Por qué? Sobre eso el Nuevo Testamento no es coherente. Pablo predica la doctrina de la predestinación, según la cual la salvación es conferida como don arbitrario de Dios, con independencia total de cualquier decisión humana (Ef 1,4-9). Se deduce que el resto son arrojados al tormento eterno del infierno según se le antoja a Dios. A veces se promete la salvación a quienes abandonen a sus familias para seguir a Cristo (Mt 19, 27-30; Me 10, 28-30; Le 9, 59-62), lo cual condiciona la salvación a una indiferencia chocante hacia los propios familiares. Más a menudo, los Evangelios sinópticos prometen la salvación sobre la base de las buenas obras, sobre todo la rectitud y la ayuda a los pobres (por ejemplo, Mt 16, 27 y 19, 16-17; Me 10, 17-25 y Le 18,18-22 y 19,8-9). Al menos esto último adopta la forma de la justicia, puesto que se basa en consideraciones de merecimiento, pero dispensa recompensas y castigos muy desproporcionados respecto a los hechos cometidos en vida por la gente. Unos pecados finitos no pueden justificar un castigo eterno. Desde la Reforma, el pensamiento cristiano ha tendido a defender o bien la predestinación, o bien la justificación por la fe. Desde esta segunda perspectiva, se salvan exclusivamente todos los que creen que Jesús es su salvador. Todos los demás se condenan. Es el punto de vista del Evangelio según san Juan (Jn 3,15-16,18 y 36,6,47 y 11,25-26). De ello se desprende que están condenados, y no por faltas propias, los bebés, y cualquiera que nunca haya tenido ocasión de oír hablar de Cristo. Por si fuera poco, ni siquiera está claro que los que sí han oído hablar de Cristo hayan tenido una oportunidad justa de valorar lo que se dice sobre él. Dios no solo coarta nuestro libre albedrío con el objetivo de infligirnos castigos más severos que los que habríamos recibido en caso de poder elegir libremente, sino que también juega con nuestro cerebro. Envía a la gente un «poder seductor» que les lleve a no creer en lo que se necesita para salvarse, todo ello con la finalidad de que se condenen con absoluta certeza (2Ts 2,11-12). La propia fe podría ser un don de Dios, no el fruto de un análisis racional que podamos controlar y del que se nos pueda responsabilizar. En ese caso, la justificación por la fe se reduciría al capricho arbitrario de Dios, como sostuvo Pablo (Ef 2,8-9). Al menos esto tiene el mérito de reconocer que de momento las pruebas presentadas en favor del cristianismo distan mucho de ser suficientes para justificar racionalmente la fe en él. Si se reconoce esto, los que no creen no tienen ninguna culpa, ni pueden ser castigados justamente, aunque fuera cierto que Jesús murió por nuestros pecados.
¿Y qué decir de la idea de que Jesús murió por nuestros pecados (Rjn 5,8-9 y 15-18,1 Jn 2,2 y Ap 1,5)? Esta enseñanza religiosa, básica para el cristianismo, toma a Jesús como chivo expiatorio de la humanidad. La práctica del chivo expiatorio contradice de pleno el principio moral de la responsabilidad personal. También contradice cualquier idea moral de Dios. Si Dios es misericordioso, todo amor, ¿por qué no perdona directamente a la humanidad por sus pecados, en vez de exigir sus ciento cincuenta libras de carne en forma de su propio hijo? ¿Cómo puede hacer eso un padre que quiere a su hijo?
Me cuesta resistirme a la conclusión de que el Dios de la Biblia es cruel e injusto, y nos requiere y permite ser crueles e injustos los unos con los otros. Estamos hablando de unas doctrinas religiosas que proclaman sin rodeos que está bien castigar sin piedad a la gente por el mal comportamiento ajeno, y por errores inocentes; doctrinas que permiten, y hasta ordenan, el asesinato, el saqueo, la violación, la tortura, la esclavitud, la limpieza étnica y el genocidio. Nosotros sabemos que todo eso está mal hecho. Por lo tanto, deberíamos rechazar que estén bien las doctrinas que lo representan.
Como es natural, los cristianos y los judíos juiciosos llevan siglos luchando con esta dificultad. A ningún creyente reflexivo le habrá tomado por sorpresa lo que acabo de decir. Tampoco es que los teístas carezcan de recursos para hacer frente a estas dificultades morales. Veámoslos.
Una de las opciones es hacer de tripas corazón. Es la única que se les ofrece a los fundamentalistas empedernidos, los que aceptan la infalibilidad de la Biblia. Desde esta perspectiva, el hecho de que Dios protagonizase, ordenase o permitiese todos estos actos demuestra que eran moralmente correctos. Este punto de vista reconoce mi objeción al teísmo, la de que fomenta actos terribles de genocidio, esclavitud y demás, pero niega su fuerza moral. Ya sabemos en qué ha desembocado esta opción: en la guerra santa, en la erradicación sistemática de los herejes, en las Cruzadas, en la Inquisición, en la guerra de los Treinta Años, en la guerra civil inglesa, en la caza de brujas, en el genocidio cultural de la civilización maya, en la conquista brutal de los aztecas y los incas, en el respaldo religioso a la limpieza étnica de los indios norteamericanos, en la esclavitud de los africanos en América, en la tiranía colonialista por todo el planeta, y en el confinamiento en guetos de los judíos, sometidos a pogromos cada cierto tiempo, cada uno de ellos un paso más hacia el Holocausto. Por decirlo de otra forma, ha desembocado en siglos de sangre derramada, crueldad y odio sin límites en todos los continentes.
Dado lo reprensible que es claramente todo ello, se podría probar con alguna medida provisoria. Se podría negar que los principios peligrosos de la Biblia sean aplicables más allá de tiempos bíblicos. Podría sostenerse, por ejemplo, que aunque en principio esté bien matar a quien nos pida Dios que matemos, lo cierto es que Dios ya no habla con nosotros. Este argumento choca con la dificultad de que sigue habiendo mucha gente que dice que Dios ha hablado con ella. No es fácil encontrar una razón para el escepticismo general ante cualquier pretensión de haber oído una revelación divina que no sea igualmente aplicable al pasado. Sin embargo, la aplicación al pasado de ese escepticismo equivale a descartar la revelación, y por lo tanto la prueba básica de la existencia de Dios.
Otra posibilidad es intentar suavizar las implicaciones morales de los episodios bíblicos más espinosos incorporando detalles no mencionados que los hagan parecer menos graves. Es lo que intenta toda una tradición de pensamiento dedicada a imaginar con pelos y señales un contexto en el que, por ejemplo, estuviera bien que Dios ordenase a Abraham sacrificar a su hijo, o infligir un sufrimiento indescriptible a su intachable servidor Job, y después a insistir que fue el contexto en el que realmente obró Dios. A mí estas excusas para la depravación de Dios siempre me han parecido pobres. Sobre algo de apariencia tan inocente como el censo de su ejército que hizo David, por aducir un ejemplo típico, se dice que pecó contando lo que no era suyo, sino de Dios. Aunque lo aceptásemos, sigue sin disculpar a Dios por haber masacrado a setenta mil hombres de David en vez de concentrar su ira en este último. Estos ejercicios casuísticos, por otro lado, me parecen moralmente peligrosos. Dedicar nuestras reflexiones morales a pergeñar toda clase de justificaciones para los genocidios del pasado, o los sacrificios, o lo que sea, es invitar a que se aplique un razonamiento similar a futuras acciones.
Mi conclusión es que no hay ninguna manera de aislar o restar importancia a las implicaciones morales reprensibles de estos pasajes bíblicos. Deben ser rechazados categóricamente, como enseñanzas morales falsas y depravadas. Los teístas moralmente decentes siempre lo han hecho en la práctica, pero aun así insisten en que se pueden rescatar muchas enseñanzas morales valiosas de la Biblia. Ellos se quejarían de que el muestrario de lecciones morales bíblicas que he citado anteriormente es tendencioso. Me apresuro a admitirlo. La Biblia contiene muchas enseñanzas morales admirables, algunas de las cuales van incluso más allá de las normas morales obvias que reconocen todas las sociedades (contra el asesinato, el robo, la mentira, etc.). «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19,18; Mt 22, 39; Me 12, 31; Le 10, 27 y St 2, 8 ) resume concisamente el punto de vista moral. La Biblia tiene la valentía de extender esta enseñanza a los oprimidos, exigiendo no solo decencia y caridad hacia los pobres y los discapacitados (Ex 23,6 y 23,11; Lv 19,10 y 23,22; Dt 15,7-8 y 24,14-15; Pr 22,22; Ef 4,28 y St 2,15-16), sino que la estructura de los derechos de propiedad tenga en cuenta la necesidad de que nadie se quede sin tierras, ni se vea oprimido por las deudas (Dt 15 y Lv 25, 10-28). Aunque los detalles de esto último no tengan mucho sentido económicamente (por ejemplo, cancelar las deudas cada siete años impide que se tomen préstamos a más largo plazo), la idea general, que es necesario estructurar los derechos de la propiedad para que nadie sufra opresión, es sensata. Estas enseñanzas morales no solo estaban muy adelantadas para su época, sino que mejorarían drásticamente el mundo si se pusieran en práctica hoy en día.
Por lo tanto, la Biblia contiene tanto buenas como malas enseñanzas. Este hecho afecta a la solidez de las Escrituras como fuente de pruebas de aseveraciones morales, y como fuente de pruebas del teísmo.Veamos en primer lugar el uso de las Escrituras como fuente de pruebas de aseveraciones morales.Ya hemos visto que la Biblia es moralmente incoherente. Si intentamos sacar lecciones morales de una fuente contradictoria, tendremos que elegir cuáles aceptamos. Para eso debemos usar nuestro juicio moral propio e independiente, basado en alguna fuente distinta a la revelación o la supuesta autoridad de Dios, para decidir qué pasajes de la Biblia aceptamos. De hecho, una vez reconocidas las incoherencias morales de la Biblia, queda claro que el núcleo duro fundamentalista que actualmente predica el odio a los gays y la subordinación de las mujeres, y que en otras épocas y lugares, siempre con el respaldo de la Biblia, se remitió a la autoridad de Dios para defender la esclavitud, el apartheid y la limpieza étnica, siempre ha elegido lo que más le convenía. Lo que diferencia a estos creyentes es justamente su atracción por los pasajes crueles y despóticos de la Biblia. Lejos de constituir una guía realmente independiente para la conducta moral, la Biblia se parece más a un test de Rorschach: los pasajes en los que decide hacer hincapié una persona reflejan su carácter y sus intereses morales, en la misma medida en la que los conforman.
En suma, que las consideraciones morales deberían alejar inexorablemente a los teístas del fundamentalismo, y llevarles hacia la teología liberal, es decir, hacia formas de teísmo que nieguen la verdad literal de la Biblia y atribuyan gran parte de su contenido a la confusión, la credulidad y la crueldad de otros tiempos. Aproximarse a la teología liberal es la única manera que tienen los teístas de evitar que les refuten usando el mismo argumento moralista que supuestamente desautoriza el ateísmo. Solo así podrán afirmar que los actos abyectos presuntamente cometidos u ordenados por Dios y recogidos en la Biblia están moralmente mal, y punto.
El gran filósofo ilustrado Immanuel Kant llevó este razonamiento a su conclusión lógica en el terreno moral. Kant analiza el caso de un inquisidor que se remitía a la autoridad divina para ejecutar a los no creyentes. Es innegable que la Biblia recomienda estas acciones (véase Ex 22, 20; 2 Cr 15, 13; Le 19, 27 y H c h 3, 23), pero ¿cómo sabemos que la Biblia recoge con exactitud la palabra revelada de Dios? Kant dice:
No cabe duda de que está mal privar a un hombre de su vida a causa de su fe religiosa, a menos que… una Voluntad Divina, puesta de manifiesto de modo extraordinario, lo haya dispuesto así. Sin embargo, la única manera de afirmar que Dios haya dictado alguna vez una orden tan terrible es basarse en documentos históricos, y nunca es seguro apodícticamente. A fin de cuentas, la revelación ha llegado hasta el inquisidor a través de hombres, y ha sido interpretada por hombres; y aunque pareciese provenir del propio Dios (como la orden recibida por Abraham de que matase a su propio hijo como a un cordero), cabe la posibilidad de que en este caso haya prevalecido un error. Pero si fuera así, el inquisidor se arriesgaría a hacer algo malo en grado máximo; y en ese propio acto se comporta de manera inconsciente.
Kant propone un criterio moral para juzgar la autenticidad de cualquier supuesta revelación. Si oyes una voz, o algún testimonio que supuestamente revele la palabra de Dios, y sabes que lo que te impulsan a hacer está mal, no creas que sea realmente Dios quien te lo dice.
Yo creo que Kant identificó correctamente los máximos límites morales permisibles de la creencia en pruebas extraordinarias relativas a Dios. Estos límites nos exigen rechazar la verdad literal de la Biblia. En este mismo libro, mi colega Jamie Tappenden sostiene que un planteamiento liberal de la fe como el que describo es teológicamente incoherente. Puede ser, pero si hay que elegir entre un grave error moral y la confusión teológica, yo aconsejaría siempre la confusión teológica.
Sin embargo, no son las únicas alternativas. También debemos preguntarnos si hay que aceptar alguna parte de la Biblia como fuente de pruebas sobre la existencia y la naturaleza de Dios. Una vez recabadas bastantes dudas en la propia Biblia como para descartar su infalibilidad, ¿hay alguna postura estable que no sea rechazar de cabo a rabo sus pretensiones de dar pruebas extraordinarias sobre Dios? Por otra parte, una vez rechazadas dichas pretensiones, ¿no quedarían desautorizadas todas las pruebas extraordinarias sobre Dios que no están en la Biblia, pero que son del mismo tipo que las que aducen los creyentes en la Biblia? Tenemos todo un corpus de supuestas pruebas en favor del teísmo, consistente en lo que se presentan como experiencias de presencia divina, revelación y milagros, testimonios de estos últimos y profecías. Ya hemos visto que estas experiencias, testimonios y profecías tienen tantas o más posibilidades de afirmar graves errores morales como de afirmar verdades morales, lo cual demuestra que estas fuentes de pruebas extraordinarias son muy poco fidedignas. No se puede confiar en ellas. Por lo tanto, además de pensar que no ofrecen un respaldo independiente para aseveraciones morales, no deberíamos pensar que ofrecen un respaldo independiente para aseveraciones teológicas.
Contra esto, los defensores de la teología liberal deben alegar que las afirmaciones derivadas de estas fuentes extraordinarias se dividen en dos grupos radicalmente distintos. Uno es el de las supuestas revelaciones que afirman errores morales. No debería aceptarse que procedan de Dios, ni ofrecen un respaldo independiente para ninguna afirmación sobre Dios. El otro grupo es el de las auténticas revelaciones, que afirman verdades morales o alguna proposición moralmente neutra (como, por ejemplo, afirmaciones sobre hechos históricos y profecías acerca del futuro), así como los testimonios de milagros y experiencias de la presencia divina, que deberían aceptarse como procedentes de Dios, y que sí aportan pruebas de la existencia y la naturaleza de Dios.
Yo creo que esta postura tan socorrida se debería rechazar por dos razones: primero, porque no explica por qué habría que considerar que estos tipos extraordinarios de pruebas se dividen en dos grupos radicalmente distintos. ¿Por qué han generado alguna vez errores morales graves? Segundo, porque no explica por qué todas las religiones, sean monoteístas, politeístas o no teístas, muestran tener acceso a las mismas fuentes de pruebas. Ningún creyente de ninguna religión puede aducir criterios independientes para aceptar sus propias revelaciones, milagros y experiencias religiosas y rechazar al mismo tiempo las revelaciones, milagros y experiencias religiosas que parecen respaldar otras pretensiones religiosas que las contradicen. Yo creo que la mejor explicación de ambos fenómenos (el de que las fuentes de pruebas extraordinarias generen verdad moral pero también errores morales graves, y el de que presten el mismo respaldo a afirmaciones religiosas contradictorias) niega cualquier credibilidad a estas fuentes de pruebas extraordinarias.
¿Por qué, para empezar, estaban dispuestos los antiguos pueblos bíblicos a adscribir tanto hechos malos como buenos a Dios? ¿Por qué pensaban que Dios estaba tan enfadado que cada cierto tiempo, de manera crónica, lanzaba oleadas de destrucción brutal contra la humanidad? La respuesta es que daban por supuesto que todos los acontecimientos que incidían en el bienestar humano eran fruto de la voluntad de algún agente, y tenían como objetivo afectar para bien o para mal a los seres humanos. Si no se observaba a ningún ser humano como causante del acontecimiento, o si este último, por sus propias características (una epidemia, una sequía, el buen tiempo), no podía ser causado por ningún ser humano, deducían que tenía que haberlo provocado algún agente invisible y más poderoso, precisamente por sus efectos buenos o malos en la humanidad. Por lo tanto, si el acontecimiento era beneficioso para la gente, se deducía que Dios lo había provocado por amor a ella, mientras que si era perjudicial, se deducía que Dios lo había provocado por ira hacia ella. Esta manera de explicar las cosas se observa universalmente entre los seres humanos sin comprensión científica de los hechos naturales. Todo indica que rechazar la idea de un sufrimiento sin sentido es un prejuicio cognitivo profundamente arraigado en el ser humano. ¡Si sufrimos, alguien tiene que tener la culpa!
¿Por qué estas representaciones de un Dios cruel e injusto no le granjearon la repulsa de los autores de las Escrituras y sus seguidores? Pues porque bastante tenían con temblar en sus sandalias para cuestionar lo que interpretaban como la voluntad de Dios. El filósofo del siglo XVII Thomas Hobbes observó que la gente honra al poder absoluto independientemente de su justificación moral:
Tampoco el que una acción (mientras sea grande y difícil, señal, en consecuencia, de un gran poder) sea justa o injusta modifica en nada la cuestión del honor, pues el honor solo consiste en la opinión del poder. Por eso los antiguos paganos no creían deshonrar a los dioses, sino honrarlos grandemente, al incorporarlos en sus poemas como protagonistas de violaciones, robos y otros actos grandes pero injustos o impuros. Pues nada se celebra tanto en Júpiter como sus adulterios, ni en Mercurio como sus engaños y robos; el mayor de cuyos elogios, en un himno de Homero, es que, nacido por la mañana, a mediodía ya inventó la música, y antes de la noche ya robó el ganado de Apolo a sus pastores.
La explicación psicológica de Hobbes se aplica todavía con más énfasis a los autores de las Escrituras, los antiguos hebreos y los primeros cristianos, cuyo Dios comete acciones cuya atrocidad es de una magnitud muy superior a cualquier cosa que hicieran los dioses griegos.
Por otro lado, las condiciones sociales de la Antigüedad hacían menos manifiesta la injusticia de Dios a los primeros judíos y cristianos. El orden social de las sociedades tribales está profundamente estructurado por normas sobre el honor y la venganza, normas que tratan como unidades básicas de responsabilidad al clan y la tribu en su conjunto, no a los individuos. Por eso era posible vengar una ofensa cometida por el miembro de una tribu mediante un agravio infligido a otro miembro de la misma tribu, incluidos los descendientes del ofensor. Teniendo en cuenta que los integrantes de aquellas sociedades tenían como costumbre inferir en los hijos las iniquidades de los padres, a los primeros hebreos y cristianos no les parecía nada raro que también lo hiciera Dios, aunque a una escala mucho mayor.
Así pues, la tendencia —cuando no había conocimiento científico— a adscribir los acontecimientos beneficiosos o perjudiciales para los seres humanos a las correspondientes intenciones benévolas y malévolas por parte de espíritus invisibles, fueran dioses, ángeles, antepasados, demonios o seres humanos con poderes mágicos tomados de algún mundo espiritual, explica la creencia en un espíritu divino, así como su carácter (in)moral. Esta tendencia explicativa es pancultural. El mundo espiritual refleja en todas partes los miedos y esperanzas, los amores u odios y las aspiraciones y depravaciones de quienes creen en él; justamente lo que esperaríamos si efectivamente las creencias sobrenaturales, como los tests de Rorschach, son proyecciones de los estados mentales de los creyentes, no algo basado en pruebas independientes. El sesgo cognitivo que a los paganos les hacía creer en brujas y en múltiples dioses es el mismo que lleva a los teístas a creer en Dios. De hecho, una vez que se admite el principio explicativo (adscribir los hechos terrenales con incidencia en el bienestar humano a las intenciones y poderes de seres invisibles, cuando no se observa que los haya causado ninguna persona real), resulta difícil negar que las pruebas en favor del politeísmo y el espiritualismo en todas sus variedades heréticas sean equivalentes a las pruebas en favor del teísmo. En mi ciudad, Ann Arbor (Michigan), cada verano se celebra un festival de las artes, y se montan casetas, no solo de artistas, sino de grupos políticos y religiosos para promocionar toda una serie de productos, tanto obras de arte como ideas. Te encuentras en la misma calle puestos de católicos, baptistas, calvinistas, cristianos ortodoxos, hindúes, budistas, baha’ís, mormones, seguidores de la Ciencia Cristiana, testigos de Jehová, Judíos Por Jesús, wiccanos, adeptos de la cienciología o de la Nueva Era… representantes, en suma, de casi todas las religiones con presencia significativa en Estados Unidos. Los creyentes de cada caseta ofrecen exactamente el mismo tipo de pruebas para presentar su religión. Cada fe se remite a sus propios textos sagrados, tradiciones orales, experiencias espirituales, milagros, profetas, testimonios de vidas díscolas regeneradas por la conversión, renacimientos de la fe o regresos a la iglesia.
Cada religión toma estas experiencias y las presenta como prueba concluyente de su particular conjunto de creencias. Tenemos, pues, supuestas fuentes de pruebas de la existencia de espíritus o divinidades invisibles que apuntan sistemáticamente a creencias contradictorias. ¿Hay un solo Dios o muchos? ¿Jesús era Dios, el hijo de Dios, el profeta de Dios o solo un hombre? ¿El último profeta ha sido Jesús, Mahoma,Joseph Smith o el reverendo Sun Myung Moon?
Veamos qué puede parecerle esta escena a una persona como yo, educada al margen de cualquier fe. Nominalmente, mi padre es luterano, aunque en la práctica sea indiferente a la religión. Mi madre es culturalmente judía, pero no practicante. Como habían sido rechazados tanto por el ministro luterano como por el rabino de la zona (en ambos casos por constituir un matrimonio mixto), pero eran del parecer de que a su hija podía convenirle algún tipo de educación religiosa, mis padres participaron en la fundación del templo unitario de la ciudad donde crecí. La Iglesia unitaria no tiene credo, ni hay requisitos doctrinales para pertenecer a ella. (A pesar del chiste de Bertrand Russell, que dijo que el Unitarianismo postula la existencia de como máximo un Dios, hoy día los paganos son tan bienvenidos como cualquier otro.) La verdad es que nos iba muy bien, hasta que empezaron a adueñarse de la Iglesia los espiritualistas de la Nueva Era. Como eso ya era demasiado estrambótico para la actitud racionalista de mi padre, nos fuimos. El resultado es que en mi cabeza de niña nunca tuvieron ocasión de introducirse las doctrinas religiosas, y que no tengo ninguna por defecto ni por costumbre.
Cada año, al mirar los puestos religiosos de la feria de las artes de Ann Arbor, me sorprende que dentro haya gente convencida de sus propias revelaciones y milagros, pero a la que en su mayoría no le duelen prendas en despreciar las revelaciones y los milagros de otras fes. Para un cristiano, judío o musulmán medio, no hay nada tan obvio como que los fundadores y profetas de otras religiones, como Joseph Smith, el reverendo Moon, Mary Baker Eddy y L. Ron Hubbard, engañaban o se engañaban, que sus presuntos milagros o sanaciones son trucos para un público crédulo (cuando no algo más grave, como magia negra), que sus profecías son falsas, y que su metafísica es absurda. Para mí, no hay nada tan obvio como que las pruebas aducidas en defensa del cristianismo, el judaismo y el islam son exactamente del mismo tipo y calidad que las que se mencionan en apoyo de aquellas otras religiones, tan despreciadas. Es más: no se diferencian en nada de las pruebas en favor de Zeus, Baal,Thor y otros dioses abandonados hace tiempo, y a los que actualmente casi todo el mundo considera ridículos.
La simetría perfecta entre las pruebas de todas las fes me convence de que los tipos de pruebas extraordinarias a los que apelan no son creíbles. Las fuentes de pruebas en favor del teísmo (revelaciones, milagros, experiencias religiosas y profecías, casi siempre conocidos a través de testimonios cuya dudosa cadena de transmisión se compone de fuentes originales perdidas hace mucho tiempo) generan sistemáticamente creencias contradictorias, muchas de las cuales se aceptan como moralmente detestables, o simplemente falsas. Por supuesto que también las fuentes ordinarias de pruebas, como los testimonios directos de hechos ordinarios, a menudo dan pie a creencias contradictorias, pero en este último caso disponemos de vías para contrastar independientemente la credibilidad de las pruebas, como pueda ser la búsqueda de pruebas físicas que las corroboren. En los casos anteriores, los contrastes que aducen los creyentes tienden a ser circulares: no te creas los testimonios de milagros o revelaciones de tal otra religión, porque vienen de los que enseñan una falsa religión (Dt 13,1-5). Igual de inútil es apelar a la certeza en nuestro fuero interno de alguna experiencia de la presencia divina, porque es exactamente la misma certeza que sintieron los que creen haber visto fantasmas, haber sido secuestrados por extraterrestres o haber sido poseídos por Dioniso o Apolo. Es más, cuando hay medios de contraste independiente, o deniegan las pruebas extraordinarias, o no las confirman. No existen pruebas geológicas de una inundación mundial, ni pruebas arqueológicas de que el ejército de Faraón se ahogase en el mar después de que lo separase Moisés para que pudieran escaparse los israelitas. La profecía central de Jesús, la del apocalipsis que destruiría todos los regímenes opresivos y establecería el reino de Dios durante el plazo vital de quienes le oían predicar (Me 8,38-9,1 y 13,24-27 y 30), no se cumplió. Si algún ejemplo de estas fuentes de pruebas extraordinarias es lo que pretende ser, será como la aguja en el pajar del dicho, con la diferencia de que no hay ninguna manera de distinguirla de la paja.Yo llego a la conclusión de que ninguna de las pruebas en favor del teísmo (es decir, del Dios de las Escrituras) es creíble; y, como la fe en los dioses paganos descansa exactamente en el mismo tipo de pruebas, también rechazo las religiones paganas.
De ello se deduce que no podemos apelar a Dios como aval de la autoridad de la moral. Entonces, ¿qué respuesta puedo dar al desafío moralista contra el ateísmo, el de que sin Dios las leyes morales carecen de autoridad? Esta: la autoridad de las normas morales no reside en Dios, sino en cada uno de nosotros. Todos tenemos autoridad moral frente a los demás. Naturalmente, no es una autoridad absoluta; nadie tiene autoridad para ordenar a nadie que le obedezca ciegamente, sino que cada uno de nosotros tiene autoridad para reclamar cosas a los demás, y apelar a que sean escuchados nuestros intereses y nuestras inquietudes. Cada vez que presentamos una queja, o que establecemos de alguna otra manera nuestro derecho a la atención y la conducta ajena,presuponemos nuestra propia autoridad de dar a las otras personas motivos de actuar que no dependan de apelar a los deseos y preferencias que ya tienen. Sin embargo, los motivos que tengamos para asumir nuestra propia autoridad de reclamar los tiene igualmente cualquier persona que esperamos que atienda nuestras pretensiones. Dirigiéndonos a los demás como personas ante las que están justificadas nuestras pretensiones, les reconocemos a ellos como jueces de pretensiones, y por lo tanto, como autoridades morales. Las normas morales nacen de nuestras prácticas de pretensión recíproca, en las que establecemos juntos el tipo de consideraciones que tienen validez como razones que todos debemos acatar; de ese modo elaboramos normas para convivir en paz y colaboración, sobre una base de responsabilidad mutua.
¿Y las personas que se niegan a aceptar esa responsabilidad? ¿No es una posibilidad que da la razón al temor de Craig de que sin ningún tipo de autoridad externa a los seres humanos las pretensiones morales se reduzcan a simples afirmaciones de preferencia personal respaldadas por el poder? No. Nuestra respuesta a las personas que rechazan la responsabilidad es frenar e impedir su comportamiento censurable. Estas personas carecen de argumentos válidos para no ser tratadas así, ya que por el mero hecho de presentar una queja tratan a los demás como jueces de sus pretensiones, ingresando así en el propio sistema de evaluación moral que exige de ellos responsabilidad.
Lo que estoy defendiendo es que la moral, entendida como un sistema de reclamaciones mutuas en el que todo el mundo es responsable ante los demás, no necesita apoyar su autoridad en ninguna autoridad superior y externa. Se apoya en la autoridad que poseemos todos de exigirnos cosas mutuamente. Lejos de reforzar la autoridad de la moral, las apelaciones a la autoridad divina pueden minarla, ya que las teorías de la moral basadas en la potestad divina pueden hacer que los creyentes se sientan con derecho a no recurrir a nada más que a su idea de Dios para determinar cuáles de sus actos están justificados. En un sistema así es muy fácil ignorar las quejas de las personas ofendidas por nuestros actos, ya que no las reconocemos como autoridades morales con derecho propio; sin embargo, ignorar las quejas ajenas significa privarse de la principal fuente de información necesaria para mejorar la propia conducta. Apelar a Dios, no a las personas afectadas por nuestras acciones, equivale a una tentativa de saltarnos la responsabilidad ante nuestros congéneres.
No se entienda como una acusación contra el comportamiento de los teístas en general. Históricamente, las morales teístas coinciden con las laicas en haber inspirado tanto acciones muy morales como acciones muy inmorales. Por cada guerrero de la fe sediento de sangre encontraremos un comunista o un fascista no menos violentos, que masacran y esclavizan con gran entusiasmo en nombre de algún ideal enarbolado de manera dogmática. Estas observaciones son irrelevantes para mi argumentación, ya que esta no ha versado sobre las consecuencias causales de la fe en la acción, sino sobre las implicaciones lógicas de aceptar o rechazar las pruebas básicas en favor del teísmo.
He argumentado que si nos tomamos con la máxima seriedad las pruebas básicas en favor del teísmo, es decir, los testimonios de revelaciones, milagros, experiencias religiosas y profecías contenidos en las Escrituras, nos vemos obligados a abrazar la idea de que los actos más aborrecibles son moralmente correctos, ya que las Escrituras cuentan que los hace o los ordena Dios. Puesto que sabemos que dichos actos son moralmente incorrectos, no podemos interpretar literalmente las pruebas extraordinarias en favor del teísmo consignadas en las Escrituras. Como mínimo debemos rechazar la parte de las pruebas que respalda acciones moralmente repugnantes; pero cuando nos acercamos tanto a planteamientos teológicos liberales de las pruebas de la existencia de Dios, nos exponemos a otros dos cuestionamientos de esas pruebas. En primer lugar, según la mejor explicación de las pruebas extraordinarias (la única que explica su tendencia a ensalzar tanto actos detestables como actos de bondad), estas reflejan una de dos cosas: o nuestras esperanzas y sentimientos, tanto de amor como de odio, y tanto justas como despiadadas, o el sesgo cognitivo pertinaz y sistemáticamente erróneo de representar todos los acontecimientos con incidencia en nuestro bienestar como fruto de la voluntad de un agente a quien le importamos, para bien o para mal. Dicho de otra manera, las pruebas extraordinarias son una proyección de nuestros propios deseos, miedos y fantasías en una deidad imaginaria. En segundo lugar, todas las religiones aducen en su favor los mismos tipos de pruebas extraordinarias. La perfecta simetría de este tipo de pruebas, estando como están al servicio de sistemas teológicos totalmente contradictorios, y la ausencia de cualquier prueba ordinaria que corrobore un sistema más que otro, refuerzan considerablemente la idea de que estos tipos de pruebas carecen de cualquier credibilidad. Una vez que rechazamos de plano estas pruebas, no queda nada que respalde el teísmo (ni el politeísmo). Lejos de poner en peligro al ateísmo, el argumento moralista es una cuña crítica que debería abrir a los teístas moralmente sensibles a las pruebas contra la existencia de Dios.
[…] I: Deconstruyendo el argumento deísta. ¿Por qué existe algo en lugar de nada? PARTE II: Deconstruyendo el argumento teísta. ¿De dónde proviene la moral? Disclaimer: el siguiente texto no está disponible bajo los términos de licencia que rigen para […]