Llegar antes de salir

Llegué al aeropuerto de Frankfurt con un liviano optimismo; la conexión hasta allí había consistido en un vuelo corto y tranquilo en un B737 casi vacío y (para mi alegría) sumamente turbulento. Mis (cualquier cosa menos incontables) co-pasajeros estuvieron, todos, notoriamente menos interesados en las viscisitudes climáticas que en el contenido del Süddeutsche o el Frankfurter Allgemeine  Zeitung, produciendo un agradable silencio y preparándose (evidentemente) a comenzar una jornada laboral en lugar de comenzar un viaje. La excepción era yo. El capitán nos informó que ibamos a llegar a destino con unos 20 minutos de retraso debido a una incipiente nevisca sobre Frankfurt, que nos obligaría a dar unas vueltas sobre el aeropuerto y que todo iba bien. Unas pocas miradas a los relojes muñeca interrumpieron algunas lecturas; media hora más tarde salíamos todos del avión: rápida, ordenada, rutinariamente y aún en medio de un agradabilísimo silencio.

Llegué al aeropuerto de Frankfurt, decía, con un liviano optimismo: con tiempo como para no tener que ir corriendo a la Puerta B22, pero tampoco iba a tener que perder pesadísimas horas esperando abordar, y la expectativa del vuelo directo a Buenos Aires era fuente de moderada alegría, siendo que el año pasado tuve que hacer HAN-FRA-MAD-SGO-BUE (36 horitas!) Después de un paseo tranquilo,con el equipaje de mano y el notebook en un carrito, llegué a la sala de espera, atiborrada de gente y del inconfundible murmullar del turista argentino, cargado de «ché»s, «boludo»s y «nena/e»s.

Mi optimismo amenazaba con decaer.

Todavía faltaban 20 minutos para el boarding time, pero frente a la puerta de la manga, a todas luces cerrada y vacía de personal, comenzó a formarse una incipiente cola. Tomé asiento en uno de los muchos asientos vacíos de la sala de espera y saqué un libro. Detrás de mi:

[box]- «Ay, dale, vamos que ya están empezando a entrar»
– «No, todavía no»
– «En serio, boluda, mirá! Dale, que vamos a viajar incómodas» (sic!)
– «Pero todavía falta, nena»
– «Bueno, pero vos después te ponés nerviosa, y además caragndo con la valija hacés un quilombo, como no la sabés manejar…» (sic!!!)[/box]

Fué interesante: llegar al país antes de salir. Muchas eran mis ganas de voltearme y pedirle a la más sensata de las dos que fueran de una maldita vez. (Mi optimismo decaía) Rápidamente, la gente se levantaba de sus asientos para ir a formar cola frente a un mostrador inexistente, cargada de una mezcla de nerviosismo, desesperación, malhumor y montañas de equipaje; y el estar parados e inmóviles no contribuía a que se sintieran mejor.

La pregunta es obvia: ¿Por qué la gente hace cola, siempre, frente a la manga cerrada? Los asientos en el avión están numerados, los pasajeros contados y la sala de espera es grande. La aeronave no va a despegar sin ustedes. Si en lugar de desprender tanto nerviosismo y miedo se sentaran a esperar que los llamen a embarcar, podrían ocupar su tiempo en descansar, leer, escuchar música y tranquilizar a los niños que indefectiblemente llorarán inconsolablemente durante todo el viaje (seguramente, luego de descubrir la estupidez mayúscula de sus padres)

Media hora después, entre caos, gritos y empujones, el personal de lufthansa comenzó a embarcar el LH510. Seguí leyendo, esperé un cuarto de hora a que el último pasajero entregara su tarjeta de embarque y desapareciera atolondrádamente hacia el avión, dejé pasar tres minutos y me dirigí hacia la puerta vacía. Había terminado de leer un capítulo de mi libro y mi optimismo volvía a mejorar.


2 comments

  • Estimado LH510 Vielflieger:

    admiro no solo tu agudeza intelectual, sino también tu capacidad de recrear «el espíritu de retorno» que se vive en la sala de embarque del LH510.
    Soy jefe de cabina de Lufthansa, y volví de Buenos Aires trabajando el 16 del 12.
    Tres días después, el 19 a la mañana y en viaje privado, volví a vivir esas miradas diagonales y torvas, serias y competitivas, pugnando por «subirse al colectivo» antes que el resto. Ese ímpetu nacido de soportar, desde la más temprana infancia, continuo maltrato en medios de transporte. Esa lucha denodada para ocupar, antes que el odiado compatriota, el lugar previsto para un equipaje de mano internacionalmente estandarizado, con las compras imprescindibles para los 76 integrantes de la familia que esperan en Ezeiza…
    Como argentino, puedo entenderlo de alguna forma.
    Lo que me deprime, es sentir que poca autoestima tiene el ciudadano medio al comportarse así. No sienten vergüenza al rebajarse a un comportamiento de orden casi animal, cosa que por otro lado me resulta bastante difícil de explicar a mis colegas de trabajo.
    Mucho del rechazo que me produce el vivirlo, radica en el hecho de sentirme de alguna forma parte de ellos… Su renuncia a un trato digno, en pos de un octavo de metro cúbico de espacio, lastima mi sentido de identidad grupal.. Soy, (o me construyo, en palabras de Luhmann) «parte de su sistema».

  • Gracias por tu comentario, Federico. Tenés razón: lo que más molesta es la vergüenza ajena que sufrimos los demás pasajeros al observar y padecer la indignidad del comportamiento de estas personas (que entiendo que puedan estar muy nerviosas, pero no comprendo cómo no se dan cuenta de que son parte del problema que padecen)

    No había pensado en lo del continuo maltrato en los medios de transporte a los que fuimos siempre sometidos los argentinos; es un buen punto.

    Por mi parte, creo que haber salido del país y ser también, a esta altura, un poco alemán, amplió mi horizonte y mi capacidad autocrítica de manera considerable, cosa que por lo que contás, también te está pasando 🙂 Por ahí nos vemos en alguna ida o vuelta (y gracias por ser tan profesionales, la tripulación de LH es siempre de lo mejor!)

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