La Gran Europa, nosotros todos (y Wes Andreson, claro)

Hace muchos años, decir “Europa” no era pensar en dos mitades; una occidental, capitalista y frívola; y otra oriental y empobrecida pero poseedora de algo así como una “dignidad cultural” (cosa que a su hermana mayor, dicho sea de paso, acaso ya no le importe cultivar). En aquel enonces, Europa todavía era en cierto sentido una, y como tal, el centro de un mundo que — aunque estaba a punto de disgregarse en dos mundos antagónicos, y ya hundido en el protoestado de aquella división — , todavía ofrecía lugar para algo irremediablemente olvidado en el mundo que le sobrevino: el estilo y el buen gusto. No en su versión actual, snob, demostrativa y torpe de nuevo rico, sino más bien en su versión aristocrática, silenciosa y hedonista de viejo rico, para quién el valor de las cosas no necesariamente reside en su costo.1

Entre las dos Europas, la Europa Victoriana y la Europa Eurocapitalista, el siglo XX se incrusta con violencia, como una cuña enterrada a golpes de martillo. Y con él, la revolución, el fascismo, la persecusión, la muerte y el renacimiento. Pero esa es otra historia. La historia que nos cuenta Wes Anderson en su última película, “Grand Budapest Hotel”, transcurre exactamente en el punto de inflexión entre la antigua Europa y la violenta irrupción del siglo XX. O mejor dicho: es ese punto de inflexión.

El Hotel que le da nombre a la película está en una ciudad imaginada de un país de fantasía en aquel continente que ya no existe, ubicado más o menos entre la costa atlántica francesa y el límite oriental polaco. La ciudad no es ninguna y por eso, es todas; el hotel es el último de los hoteles de la Europa victoriana y por eso, es todos; y los protagonistas: Monsieur Gustave (conserje en jefe) y su protegido, Zero Moustafa (cadete), son todos los hombres: aquellos que están a punto de morir con la Europa antigua, y aquellos que están a punto de morir para transformarla.

Al igual que todos, absolutamente todos los aspectos de esta cinta, los personajes están asombrosamente cuidados, con el nivel de prolijidad y detallismo (también podríamos decir “obsesión enfermiza”) al que Anderson nos tiene acostumbrados: Princesas rusas, gitanos perseguidos, jóvenes mujeres trágicamente asesinadas por la tuberculosis, delicados señores franceses, abogados ingleses amantes de la ley, soldados nazis ocupando países enteros — podría continuar la enumeración largamente — , todos ellos representan la condensación, son el símbolo de un tipo específico que, contra todo pronóstico, resulta sumamente vital (en el sentido de “vivo” y “natural”) Para ejemplificar esto, a propósito de los nazis (y también a propósito de la obsesión por los detalles): uno de los gags más imperceptibles, sublimes y delicados del filme se nos ofrece cuando el tren en donde viajan los héroes de nuestra historia es detenido por un grupo de soldados vestidos con uniformes que recuerdan fuertemente a la vestimenta de la armada del Kaiser, se nos informa que se ha desatado “la gran guerra” y Monsieur Gustave, luego de consumar un acto de valiente gallardía al defender a su protegido de un intento de abuso por parte de uno de los oficiales, los insulta con la palabra “fascista“. Los soldados del Kaiser, diez años antes del surgimiento del fascismo, ya eran fascistas (y, claro, siempre fueron alemanes).

Hacia el final de la película (de la que no voy a contar más detalles del argumento aquí pues espero que la vean), la escena se repite, pero cuando los fascistas ya se llamaban fascistas, al principio de la segunda Gran Guerra y dando comienzo al final de una época que estaba terminando para siempre. Y el relato sucede naturalmente, con humor y con belleza, pero sin rencor ni premura; Anderson se toma mucho tiempo para despedirse con cariño de una época grandilocuente y a la vez bestial; de un lugar en donde las princesas desayunaban deliciosos pastelillos que eran horneados por mujeres que apenas si conocían el gusto del azúcar (pero que ponían en su trabajo el mismo esfuerzo y el mismo amor por el detalle del que Anderson hace gala); y para despedirse de hombres de principios éticos y estéticos que tuvieron que matar y morir para dar lugar a un mundo menos rígido, más permisivo y en muchos sentidos más justo, y acaso más intrascendente, que aquel lugar que estaban dejando atrás.

Y todo esto, en el marco de una historia por momentos desopilante, dibujada con pinceladas de colores hermosísimos, extremadamente prolija en la forma, casi podríamos decir light. No se me ocurre un homenaje mejor para recordar al mundo del que provenimos.


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